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JOSÉ RIZAL

fraile que sabía escribir libros, y él lo creía á pies juntillas, pues no discutía nunca los impresos revisados por la autoridad eclesiástica.

Como ya hemos dicho, fray Salví pegaba rarisimas veces, pero cuando lo hacía mostrábase verdaderamente terrible. Así como al padre Dámaso se le subía frecuentemente el coñac á la cabeza, y entonces cometía toda clase de atrocidades, al joven franciscano eran los ayunos y abstinencias los que exaltaban sus ner vios y lo ponían como loco.

De esto venía á resultar que las espaldas de los sacristanes no distingufan bien cuando un cura ayunaba ó comía mucho.

El único enemigo de este poder espirituai y temporal, era, como ya dijimos, el alférez. Estaba casado éste con una vieja filipina, llamada doña Consolación, mujer ridícula, que en las europeas, parecía un payaso, con las mejillas embadurnadas de colorete y albayalde. Esta buena señora tenía además muy mal genio. El alférez vengaba sus desgracias matrimoniales en su propia persona, emborrachándose como una cuba, mandando á sus soldados á hacer ejercicios al sol y sacudiendo el polvo á la empeca tada filipina. Zurrábanse los felices esposos de lo lindo y daban espectáculos gratis á los vecinos, que admiraban en silencio las delica das maneras y escogido lenguaje del castila.

Cada vez que estos escándalos llegaban á oídos del padre Salví, el buen franciscano se sonreía, y después de persignarse rezaba un padrenuestro, Cuando le llamaban carlistón, hipócrita y avaro, se sonreía también y volvía á rezar. ¡Era un manso cordero el buen frailecito! El alférez siempre contaba á los pocos españoles que le visitaban la anécdota siguiente: afán de imitar á