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JOSÉ RIZAL

seco agitaba los árboles y hacía gemir á los cañaverales.

Ibarra iba descubierto; de sus ojos no brotaba una lágrima, de su pecho no se escapaba un suspiro. Caminaba apresuradamente como si huyese de alguien. Atravesó el pueblo, dirigiéndose á las afueras, hacia la antigua casa que desde hacía muchos años no había vuelto á pisar. Rodeada de un huerto donde crecian algunos cactus, parecía que le hacía señas; el ilang-ilang se balanceaba agitando alegremente sus ramas cargadas de flores; las palomas revoloteaban alrededor del cónico techo que lo había cobijado durante los años felices de la infancia.

Pero el joven no experimentaba alegría alguna al acercarse al antiguo hogar; tenía sus ojos clavados en la figura de un fraile que avanzaba en dirección contraria. Era el cura de San Diego, el melancólico franciscano enemigo del alférez. El aire plegaba las anchas alas de su sombrero; el hábito de guingón se pegaba y amoldaba á sus piernas, marcando unos muslos delgados. En la mano derecha llevaba un bastón de palasán con puño de marfil. Era la primera vez que Ibarra y él se veían.

Al encontrarse, detúvose el joven un momento y le miró de hito en hito; fray Salví esquivó la mirada y se hizo el distraído.

Solo un segundo duró la vacilación: Ibarra se dirigió á él rápidamente, le detuvo dejando caer con fuerza la mano sobre su hombro y con voz apenas inteligible exclamó: -Qué has hecho de mi padre? Fray Salví, pálido y temblorOBo al leer los sentimientos que se pintaban en el rostro del joven, tuvo miedo y no pudo contestar.