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HORACIO

dijese: «Colmaré vuestros votos: tú, soldado, serás mercader; tú jurisconsulto, labriego. Ea, pronto, cambiad vuestros respectivos papeles. ¿Qué os detiene?», todos se negarían, dejando escapar la dicha de sus manos. ¿Y osarán quejarse cuando Jove se les muestre colérico, y cierre los oídos insensibles á sus ruegos?

Me cuidaré de tomarlo á risa y chirigota, aunque nadie puede impedirme que diga la verdad en tono chancero, como esos maestros indulgentes que regalan bollos á los niños para que estudien mejor sus lecciones; mas ahora, bromas aparte, hablemos seriamente.

El soldado, el pérfido mesonero, el audaz navegante que cruza los mares, dicen que sufren sus rudos trabajos con el fin de allegar recursos que les aseguren una vejez tranquila, y citan el ejemplo de la pequeña y afanosa hormiga, que acarrea á su troje el grano sin descanso hasta hacinar un montón: tan cauta y previsora le han hecho las contingencias del porvenir. Cierto; mas así que las lluvias de enero entristecen el tiempo, ya no sale de su escondite, y como advertida gasta las provisiones que antes recogiera; mientras á ti ni el sol canicular, ni el frío del invierno, ni el mar, ni la guerra, ni el fuego, logran apartarte de los negocios, siempre temeroso de que un rival te aventaje en riquezas. ¿De qué te sirven los montones de oro y plata que escondes secretamente en las entrañas de la tierra? Si metes la mano en ellos te juzgas arruinado, y si