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Gustavo A. Becquer.

pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, ó se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero, que sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Trascurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.

— ¡Si me habrá engañado! pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora, ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone á usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada... dos... tres... hasta once.

En el derruido templo no había campana ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había espirado, debilitándose de eco en