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Gustavo A. Becquer.

El caballo, que acostumbraba á salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle alejarse.

Cuando Andrés se disponía á abandonar la quinta, su perro comenzó á hacerle fiestas.

— No, no vienes conmigo, exclamó hablándole como si lo entendiese: cuando vas al pueblo, ladras á los muchachos y corres á las gallinas, y el mejor día del año te van á dar tal golpe, que no te queden ánimos de volver por otro... No abrirle hasta que yo me marche, prosiguió dirigiéndose á un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.

Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos del perro.

Fué al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegará las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese el perro á recibirle, el perro que otras veces, como si lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silva... ¡nada! Entra en la posesión, ¡ni un criado! — ¡Qué diantres será esto! exclama con inquietud, y se dirige al caserío.

Llega á él, entra en el patio; lo primero que se ofrece á su vista es el perro tendido en un charco de sangre á la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de