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Gustavo A. Becquer.

joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra, y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía cómo empezar. Entonces volví los ojos, que había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar á través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas é inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos á otros lanzados á una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aún sin mirarla, el roce de su falda de seda, que tocaba á mis pies y crujía á cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron á influir en mi imaginación, ya sobrexcitada extrañamente.

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco á poco tomando esa forma extravagante dé los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven á soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar