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Gustavo A. Becquer.

que sus palabras suenen de otro modo en el oído. Juzgad si no por lo que á mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza á caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos, que, cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y trasparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está á trechos cubierto de una hierba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan á primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de Abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo, crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian á gran distancia con su intenso perfume; y por último, también cerca del agua y formando como un segundo término, déjase ver por entre los huecos