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Gustavo A. Becquer.

tre los que se elevan algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de extrañas esculturas: por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y á la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monges. Un arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por deba- jo de la tierra, corre al pie de tres ó cuatro árboles viejos y nudosos: á un lado se descubre el molino medio agazapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.

Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza á influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco á poco las sendas abiertas entre los zarzales y las hierbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monges que duermen allí el sueño de la eter-