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Gustavo A. Becquer.

to de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte, siempre hay algo de esa repugnante actividad del tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí nichos vacíos, á los que no falta más que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos que se retrasan en el pago de su habitación, y son arrojados qué sé yo adonde para dejar lugar á otros; y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y coronas de flores de trapo, y siempre-vivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma: nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra sin tener siquiera encima el peso de una losa, deben dormir mejor y más sosegados.

Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y éste se ofreció á mi vista, no pude menos de confirmarme nuevamente en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél. Nada habla