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Gustavo A. Becquer.

dad, donde traían un pequeño comercio, con la leña que en gran abundancia les suministran los montes, entre los cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas y unidas á las que después pude adquirir por el dueño del parador en que estuve los dos ó tres días que permanecí en Tarazona, en aquella ocasión solo sirvieron para avivar mi deseo de conocer más á fondo las costumbres de este tipo particular de mujeres, en las que desde luego llaman la atención sus rasgos de belleza nada comunes y su aire resuelto y gracioso.

Esto aconteció hará cosa de tres ó cuatro meses, en el intervalo de los cuales, todas las mañanas, antes de salir el sol, y confundiéndose con la algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda, sacándome á veces de mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de pan negro, cantando á grito herido, é interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que conducen la carga de leña, atraviesan impávidas con fríos y calores, con nieves ó tormentas, las tres leguas mortales de precipicios y alturas que hay desde su lugar á Tarazona. Últimamente, como ya dije á ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias, poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo, el uno en sus continuas variaciones y las otras en sus diarias incomodidades, me han