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Gustavo A. Becquer.

— Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido y pensaba dejártela como un recuerdo.

— ¡Se ha perdido! ¿y dónde? preguntó Alonso incorporándose de su asiento, y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

— No sé... en el monte acaso.

— ¡En el Monte de las Animas, murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial; en el Monte de las Animas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

— Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado á esa diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; yo he combatido con ellas de día y de noche, á pie y á caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como á una fiesta; y sin embargo, esta noche... esta noche, ¿á qué ocultártelo? tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora á levantar sus amarillentos cráneos de entre