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La cueva de la mora.

logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sóbre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.

Y en efecto, sucedió así; el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó á anunciar á los enamorados amantes, que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre, se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba á caer sobre el castillo la morisma entera.

La hija del alcaide se quedó al oirlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas á grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron á dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.

Algunas horas después comenzó el asalto.

El castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos, y hasta diez embestidas.