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Gustavo A. Becquer.

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, á cercarlo estrechamente para hacer capitular á sus defensores por hambre.

El hambre comenzó, en efecto, á hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.

Los moros, impacientes, resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fué rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana en donde unos y otros combatían cuerpo á cuerpo entre las sombras.

Los cristianos comenzaron á cejar y á replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante, que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó á un resorte, y por la boca que dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso sobrenatu-