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Gustavo A. Becquer.

La noche cierra por último; Roldan espira al abrigo de la peña que aún conserva su nombre; Carlo-Magno huye con los restos de su derrotado ejército, mientras que aquellas banderas con flores de lis, á las que debían añadirles un castillo y un león, son arrastradas por los vencedores entre el polvo, el cieno y la sangre del campo de batalla.

Al reconstruir en la mente este fantástico cuadro, al ver con los ojos de mi imaginación cubiertos de cadáveres la llanura y los estrechos desfiladeros que se ofrecían á mis ojos, no pude menos de exclamar con el pueblo, repitiendo su romance favorito, cuyos versos brotaron espontáneamente de mis labios:


¡Mala la hubisteis, franceses,
en esa de Roncesvalles!
Don Carlos perdió la honra,
murieron los Doce Pares.


Y en el momento en que esto decía, me hubiera yo á mi vez reído del que osase poner en duda el más insignificante detalle de esta epopeya magnífica.

¿Qué extraño es, pues, si de tal modo impresionan los sitios que guardan la memoria de las tradiciones, que los habitantes de aquellas comarcas, cuando la tempestad rueda por la falda del Piri-