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Gustavo A. Becquer.

de beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo á entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores, cuyo último capítulo ignoraba todavía, á pesar de haber intentado adivinarlo varias veces.

— Todo, me dijo el pobre viejo, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época en que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos, se había criado aquí desde que nació, casi era la alegría de la casa; nunca pudo hechar de menos el suyo, porque yo la quería como un padre; mi hijo se acostumbró también á quererla desde niño, primero como un hermano, después con un cariño más grande todavía. Ya estaba en vísperas de casarse; yo les había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra felicidad, y la deshizo en un momento. Primero comenzó á susurrarse que iban á colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.

Un día llegaron aquí en un carruaje dos señores, me hicieron mil y mil preguntas acerca de Ampa-