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Julián Juderías

Todos los brillantes de su madre, que no se habían empeñado, resplandecian en sus orejas, cuello y dedos.

¿Cómo iba Alejo á creer que aquella pretenciosa y cursi señorita y su Aculina eran una misma persona? El anciano Berestow se acercó á ella y le besó la mano y su hijo, aunque de mal grado, tuvo forzosamente que imitarlo. Al aproximar sus labios á los diminutos dedos de la joven le pareció que estos temblaban ligeramente.

El pie de Lisa, calzado de propósito con suma coquetería, fué lo único que lo reconcilió un tanto con el resto de la indumentaria. Por lo que hace al blanquete y al tinte de las cejas, hay que confesar que Alejo que al fin y al cabo era sencillo de corazón, ni los notó al principio ni los sospechó después. Gregorio Ivanovitch recordó su promesa y se esforzó en no demostrar asombro, pero la diablura de su hija le pareció tan aguda que apenas si podía contener la risa. La que no estaba para ella era la pretenciosa miss Jackson que al punto adivinó la procedencia de los colores empleados por Lisa y se encolerizó hasta el punto de que el carmín de sus mejillas se hizo visible à través de la artificial palidez de su rostro. De cuando en cuando lanzaba á su discipula miradas furibundas, pero Lisa, dejando las explicaciones para cuando hubiese lugar á ellas, aparentó no darse cuenta de nada.

Sentáronse á la mesa, y Alejo continuó haciendo el papel de un hombre desengañado de la vida, indiferente y amigo de sumirse en meditaciones. Lisa hacía muchos gestos, hablaba con los dientes cerrados y no empleaba más idioma que el francés. La inglesa estaba furiosa y callaba. El único que estaba á sus anchas era Ivan Petrovitch, pues comió á lo heliogábalo, bebió lo que tenía por costumbre, se rió con naturalidad y á medida que