Pero, volviendo a la deplorable ley referente a las Confesiones y Congregaciones religiosas, hemos visto con amargura de corazón, que en ella, ya desde el principio, se declara abiertamente que el Estado no tiene religión oficial, reafirmando así aquella separación del Estado y de la Iglesia, que desgraciadamente había sido sancionada en la nueva Constitución Española.
No nos detenemos ahora a repetir aquí cuan gravísimo error sea afirmar que es lícita y buena la separación en sí misma, especialmente en una Nación que es católica en casi su totalidad. Para quien la penetra a fondo, la separación no es más que una funesta consecuencia como[1], tantas veces lo hemos declarado especialmente en la Encíclica «Quas primas») del laicismo o sea de la apostasia de la sociedad moderna que pretende alejarse de Dios y de la Iglesia. Mas si para cualquier pueblo es, sobre impía, absurda la pretensión de querer excluir de la vida pública a Dios Creador y próvido Gobernador de la misma sociedad, de un modo particular repugna tal exclusión de Dios y de la Iglesia de la vida de la Nación Española, en la cual la Iglesia tuvo siempre y merecidamente la parte más importante y más benéficamente activa, en las leyes, en las escuelas y en todas las demás instituciones privadas y públicas. Pues si tal atentado redunda en daño irreparable de la conciencia cristiana del país, especialmente de la juventud a la que se quiere educar sin religión, y de la familia, profanada en sus más sagrados principios; no menor es el daño que recae sobre la misma autoridad civil, la cual, perdido el apoyo que la recomienda y la sostiene en la conciencia de los pueblos, es decir, faltando la persuasión de ser divinos su origen, su de pendencia y su sanción, liega a perder junto con su más grande fuerza de obligación, el más alto título de acatamiento y respeto.
Que esos daños se sigan inevitablemente del régimen de separación lo atestiguan no pocas de aquellas mismas naciones, que, después de haberlo introducido en su legislación, comprendieron bien pronto la necesidad de remediar el error, o bien