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Por que la brisa, revolando inquieta,
No le rozara con mi leve tul.

Pensaba, acaso, que su dicha eterna,
Seria siempre como el mismo Sol,
¡Y un solo instante se abrigó en su seno,
Como el perfume en la cortada flor!

Tal vez, en tanto que su ingrato esposo
Raudales de oro verterá á mis pies,
Y con guirnaldas ceñirá mi frente
Para besarla con ardor después,
 
Sola, anegada en perdurable llanto
Ella los ojos tornará al Señor,
Sustento pobre demandando, en vano,
Para los frutos de su triste amor.

Venid, doncellas de rubor teñidas,
Esposas fieles, que bendijo Dios,
Venid —testigos de su dicha quiere
La vil ramera que os inspira horror.