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Evaristo Carriego

— a la sandez de Sancho se le llama ironía —
que mi amor al Maestro se convierte en manía.
Porque así van las cosas; la más simple creencia
requiere el visto bueno y el favor de la Ciencia:
si a ella no se acoge no prospera y, acaso,
su propio nombre pierde para tornarse caso.
Y no vale la pena (no es un pretexto fútil
con el cual se pretenda rechazar algo útil)
de que se tome en serio lo vago, lo ilusorio,
los credos que no tengan olor a sanatorio.

Las frases de anfiteatro, son estigmas y motes
propicios a las razas de Cristos y Quijotes
— no son muchos los dignos de sufrir el desprecio
del aplauso tonante del abdomen del necio —
en estos bravos tiempos en que los hospitales
de la higiénica moda dan sueros doctorales...
Sapientes catedráticos, hasta los sacamuelas
consagran infalibles cenáculos y escuelas,
de graves profesores, en cuyos diccionarios
no han de leer sus sueños los pobres visionarios...
¡De los dos grandes locos se ha cansado la gente:
así, santo Maestro, yo he visto al reluciente
rucio de tu escudero pasar enhalbardado,
llevando los despojos que hubiste conquistado,
en tanto que en pelota, y nada rozagante,
anda aún sin jinete tu triste Rocinante!