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no puede ver a las compasivas visitantes; pero oye el ruido de su llegada «como el de pajarillos cuyas alas hacen vibrar el aire suavemente.»

 En vano, sin embargo, quieren clamar el dolor de Prometeo, á quien sólo una idea sostiene en su tormento, y es que un día su enemigo triunfante será destronado. El rey de los dioses penetra la idea de su víctima, y, atemorizado, le envía con el mensajero de los dioses la orden de que se explique y descubra el provenir. Prometeo no desmaya con la esperanza de verse libre. «Jamás, amedrentado por el fallo de Júpiter, seré yo pobre de espíritu como una mujer; jamás, como una mujer, levantaré mis brazos suplicantes hacia á aquel á quien aborrezco con todo mi odio, para pedirle que rompa mis cadenas: lejos de mí tan cobarde pensamiento. «El dios impotente no tiene otra cosa que hacer sino vengarse con algún nuevo suplicio mientras reina aún, y con efecto, emplea las amenazas para quitar á Prometeo hasta los seres compasivos que le consuelan. El coro, más digno que el dios, responde a su mensajero: «Dime otras palabras, dame otros consejos y te podré escuchar. Lo que me dices me oprime el corazón. ¿Cómo puedes ordenarme semejante villanía? Los males que sufra Prometeo, quiero sufrirlos yo. He vivido en el odio á los traidores; la enfermedad más repugnante es la traición.» Estalla el trueno, mugen los vientos, se levanta el mar; y Prometeo continúa invencible llamando con sus injustos tormentos al Eter que baña los mundos refugiándose contra el dios de un día en la naturaleza eterna.»

 Tal es la leyenda que ha servido de tema al siguiente canto, escrito para no ser publicado y publicado á instancia de amigos que tienen derecho a exigir del autor sacrificios de mayor magnitud.