Bien acaso con ocasión de cultivar y arar la tierra del capitán D. Gabriel Esteban de Salazar, alguacil mayor que fué de esta Audiencia, el Gobernador de las armas D. Juan de Galvez y D. Cristóbal Salazar, caballeros deudos míos, en compañía de Melchor de Pineda, vecino de Mixco, discurrieron que por servir de estorbo a las abezanas de los bueyes sería bien echar un ídolo bien crecido, que estaba en aquel campo, á una de aquellas profundas y pendientes barrancas; y habiéndolo ejecutado los tres con sus criados sin ser vistos de otra persona, á la mañana siguiente hallaron el ídolo en el propio sitio y lugar que antes tenía. Admirados y confusos de este suceso, volvieron á despeñarle en otra quebrada muy honda y distinta de la primera, y á otro día siguiente á su despeño volvieron á hallarle fijo en el lugar de su primera mansión. Por tercera instancia persistieron en su propósito, y por tercera reincidencia le hallaron en el propio sitio, hasta que resolvieron, por último acuerdo, entregarlo á la violencia y voracidad del fuego; ejecutándolo con grande lamentable sentimiento y resistencia de los indios de servicio de la propia labor, viendo que el fuego, picos y barras reducían á piezas y fragmentos aquella maldita figura. Y es digno de advertencia y reparo que la piedra en que estaba tallada y esculpida la ridícula figura del ídolo era de tamaño crecido, y las barrancas en que fué lanzado pendientes y sin salida, si no era á grande vuelta y rodeo de camino: con que no pudiendo ser sacado y conducido á hombros de indios, ni menos trasportado á fuerza de lomo, sería con la industria del demonio, que le asistía, sublevado á la eminencia que antes obtenía.
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