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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

a aquellos hermanos que por sus oficios tenían peligro de vanagloria y soberbia, como los predicadores de la palabra de Dios, los letrados, los filósofos, los guardianes de los conventos y de las provincias. Sería largo decirlo todo, pero baste recordar esto sólo: Francisco dedujo de los ejemplos y de las palabras de Cristo[1] la humildad para todos los suyos como distintivo propio de la Orden; quiso, en efecto, que sus hermanos se llamaran Menores, y que todos los prelados de su Orden se llamaran Ministros[a], «para usar la misma nomenclatura del Evangelio, cuya observancia había prometido cumplir, y a fin de que con tal nombre se percataran sus discípulos de que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad»[2]

Hemos visto cómo el Varón Seráfico, por la misma noción que en su mente tenía de la pobreza más perfecta, se tenía por tan pequeño y humilde que, aun cuando gobernaba la Orden, obedecía con la cándida simplicidad de un niño a alguno de sus hermanos o mejor, podemos añadir, a casi todos, pues del que no se niega a sí mismo ni renuncia a la propia voluntad, no puede decirse que se haya despojado de todas las cosas o que pueda volverse humilde de corazón. Así pues, nuestro Francisco, con el voto de obediencia, consagró voluntariamente y sometió enteramente al Vicario de Jesucristo la libertad de la voluntad, el don más eminente que Dios ha concedido a la naturaleza humana. ¡Oh!, cuánto mal hacen y cuán lejos están de conocer a Francisco de Asís aquellos que, para servir a sus fantasías y errores, se lo imaginan (¡cosa increíble!) intolerante con la disciplina eclesiástica, que nada se cuida de los mismos dogmas de la fe, precursor e incluso abanderado de aquella múltiple y falsa libertad que comenzó a exaltarse en los comienzos de la edad moderna y tantos disturbios causó en la Iglesia y en la sociedad civil. Y con cuánta intimidad se adhirió a la jerarquía de la Iglesia, a esta Sede Apostólica y a las enseñanzas de Cristo, el heraldo del gran Rey lo enseñó con sus ejemplos admirables a todos los católicos y a todos los no católicos. Pues como consta por los testimonios históricos de aquel tiempo, los más dignos de fe, él «veneraba a los sacerdotes y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica»[3]

  1. Mt 20,26-28; Lc 22,26.
  2. San Buenaventura, Leyenda Mayor, c. 6, n. 5 (LM 6,5).
  3. Tomas de Celano, Vida primera de San Francisco, n. 62 1 Cel 62.


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