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Acta de Pío XI

Molestados empero por aquellos a quienes convenía que las cosas volvieran a la condición de antes, recurrieron a sus patronos y defensores, Honorio III y Gregorio IX, quienes disiparon aquellos atentados hostiles, incluso conminándoles severas penas. Con ello brotó aquel impulso de una reforma saludable de la sociedad humana; se propagó y extendió por las naciones cristianas la nueva institución de Francisco, el padre fundador, excitándose a la pureza de costumbres con la práctica de la penitencia. Y no sólo los pontífices, cardenales y obispos, sino también los mismos reyes y príncipes, algunos de los cuales florecieron en santidad de vida, tomaron con espíritu inflamado las insignias de la Orden Tercera, y bebieron la evangélica sabiduría con espíritu franciscano; el honor y la alabanza de las santas virtudes revivió en la ciudad; en una palabra, se renovó «la faz de la tierra». Así como Francisco, «varón católico y todo apostólico», cuidó admirablemente de la enmienda de los fieles, así también cuidó de los paganos para llevarlos a la fe y ley de Cristo, ocupándose él mismo en ello y ordenando a los suyos suma diligencia en esta labor. No tenemos en realidad por qué recordar cosas tan conocidas, como es su travesía con algunos discípulos hasta Egipto, donde con valor y audacia se presentó ante el Sultán[a], tanto era su deseo de propagar el Evangelio y sufrir el martirio. ¿No están acaso inscritos con letras de oro en los fastos de la Iglesia aquellos numerosos heraldos del Evangelio que, desde el nacimiento de esta Orden de Menores, encontraron el martirio en Siria o en Marruecos? Este apostolado de la floreciente familia de Francisco creció en tal forma con el correr de los años y con el derramamiento de sangre, que con la aquiescencia de los Pontífices de Roma tienen a su cargo el cuidado de las almas en numerosas tierras de paganos.

Nadie se admire pues de que, transcurrido este lapso de 700 años, no se haya podido destruir o borrar en ningún lugar o tiempo el recuerdo de tantos beneficios hechos por un hombre. Más aún, su vida y obra, que como escribió Dante Alighieri merecen ser cantadas con elogio divino más bien que humano, parece que una edad las propone y encomienda a la admiración y veneración de la otra, de modo que no sólo por su insigne santidad es puesto a la luz

ACTA, vol. XVIII, n. 5. - 3-5-926
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