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alud que nada detiene, miéntras los embolos, locos, rompen las bielas i hacen sallnr las lapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la mas pequeña distraccion de su parte, de un segundo de olvido.

Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que jira i el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. I esa atencion no tiene tregua. Apénas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campaníllaso le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos i silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo de metal i la aguja del cuadrante jira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce atrae hácia sí la manivela i la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.

I cuando aun vibra en la placa metálica el teñido de la última senza, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan i la bobina voltea con vertijinosa rapidez. I las horas suceden a las horas, el sol sube al cenit, desciende; la tarde llega, declina i el crepúsculo, surjiendo al ras del horizonte, alza i estiende cada vez mas aprisa su penumbra inmensa.

De pronto un silbido ensordecedor llena el espa-