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de polvo. Las mujeres, que hasta entonces habian permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe se armaron con los tizones del hogar i lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño i señor. Hasta el pequeño Pancho empuñando la vara de roble que en los dias de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillan, cl cobarde Pillan que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincon se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacia tan canto era que divisaba allá, por entre las palas de los caballos, al formidable Pluton, el enorme perro de presa de don Cosme.

Entretanto Quilapan, armado de la lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecia haber echado raices en el suelo. La fiereza de su actitud í la llamarada que brotaba de sus ojos, dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolican su antepasado lejendario.

Pero, cuando don Cosme repetía por tercera o cuarta vez a sus inquilinos acobardados:

— ¡Vamos, hombres, acerquense, no tengan miedo de ese espantajo! el indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dió un salto hácia adelante i con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fué tan rápida la agresion que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas, el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud se encabritó lcvantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don