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del grumete parecia haberse refujiado toda entera en sus inquietos i móviles ojos, cuya imploracion muda hizo por un instante olvidar a Sebastian sus propios pesares.

Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenia atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiandose por el cordon que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordon, i, miéntras una estremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida a otro objeto pesado i brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastian, casi sin darse cuenta de lo que hacia, abrió oprimiéndo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos i de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Miéntras su cabeza ardia, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus estremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cojió la botella, i llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor i su mirada adquirió una fijeza estrada de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habiase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreía ruborosa a traves de su blanco velo de desposada. Era el día de