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raba ya el combate, la tarde caia visiblemente i sólo quince careos señalaba el marcador.

¡Maldito gallo, qué duro era de pelar!

Por fin dejó de responder en las tablas. Estaba ciego, casi sin plumas i no conservaba en las venas una gota de sangre. Llegó a los veinticuatro careos, uno mas i anulaba el triunfo de su rival. Junto con marcar la quinta caída el juez se puso de pié i proclamó con solemnidad su fallo:

—Perdió el gallo Clavel!

Mientras los gananciosos rodeaban solícitos al vencedor, el dueño del gallo vencido lo cojió de las patas i, vivo aun, lo lanzó con fuerza léjos de la cancha. Cruzó como un proyectil por entre el florido ramaje i fué a estrellarse contra el tronco de un peral cuyas ramas, sacudidas por el choque, dejaron caer sobre esa carne palpitante una lluvia de blancos i aterciopelados pétalos.

De la rueda partió un rumor sordo de aletazos seguido de un alegre vocerío. Empezaba una nueva riña.