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la taza de granito una pequeña rasgadura por donde se escurría un hilo de agua. Alegre se abandonó a la corriente que, engrosada sin cesar por las filtraciones de la montaña, concluia por convertirse al llegar al valle en un lindo arroyuelo de aguas límpidas i transparentes como el cristal. ¡Qué delicioso era aquel viaje! Las márjenes del arroyo desaparecian bajo un espeso tapiz de flores. Violetas i lirios, juncos i azucenas se empinaban sobre sus tallos para contemplar la corriente i proferian, ajitando coquetonamente sus estambres cargados de pólen:

—¡Arroyo, la frescura que nos da vida, la matiz de nuestros pétalos i el aroma de nuestros cálices, todo te lo debemos! Deteneos un instante para recibir la ofrenda de tus predilectas.

Mas el arroyo, sin dejar de correr, murmuraba:

—No puedo detenerme, la pendiente me empuja. Pero, escuchad un consejo. Embebed bien vuestras raíces, porque el sol ha dispersado las nubes e inundará hoi los campos con una lluvia de fuego.

I las plantas, obedientes al consejo, alargaron por debajo de la tierra sus tentáculos i absorbieron con ansia la fresca linfa.

La fujitiva de la fuente que resbalaba junto a1 márjen, tratando de sobresalir de la superficie para ver mejor el paisaje, se vió de pronto, a1 rozar uma piedra, detenida por una raicilla que asomaba por una hendidura. Una violeta, cuyos pétalos estaban ya mustios, se inclinó sobre su tallo i díjole a la viajera: