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que llenaba el espacio. Eran las voces jemidoras de las plantas que decian:

—¡Oh nubes, dadnos de beber! Nos morimos de sed! Miéntras el sol nos abrasa i nos devora, nuestras raíces no encuentran en la tierra calcinada un átomo de humedad. Perecemos infaliblemente, si no desatais una llovizna siquiera. ¡Nubes del cielo, lloved, lloved!

I las nubes, llenas de piedad, se condensaron en gotas menudísimas que inundaron con una lluvia copiosa los sedientos campos.

Mas la gota de agua evaporada por el sol, que flotaba tambien en la niebla, dijo:

—Es mucho mas hermoso errar a la ventura por el cielo azul que mezclarse a la tierra i convertirse en fango. Yo no he nacido para eso. I, haciéndose lo más ténue que pudo, dejó debajo las nubes i se remontó mui alto hácia el cénit. Pero, cuando mas embelesada estaba contemplando el vasto horizonte, un viento impetuoso, venido del mar, la arrastró hasta la nevada cima de una altísima montaña, i ántes de que se diera cuenta de lo que pasaba se encontró bruscamente convertida en una leve plumilla de nieve que descendió sobre la cumbre, donde se solidificó instantáneamente.

Una congoja inesplicable la sobrecojió. Estaba otra vez en el punto de partida, i oyó murmurar a su lado:

—¡He aquí que retorna una de las elejidas! Ni en pólen, ni en rocío, ni en perfume despilfarró una sola