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veíala ir i venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazon como en un puño. Un no se qué de angustia i de dolor, de ternura i de arrepentimiento subia de lo mas hondo de mi ser i formaba un nudo en mi garganta. Esperimentaba entónces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdon de rodillas, de cojerla en mis brazos i comérmela a caricias.

(Unos pasos apresurados curzan delante de la puerta. La narradora se volvió a medias i su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse en seguida).

.... La enfermedad (aquí la voz se hizo opaca i temblorosa) me postraba a veces por muchos días en la cama. ¡Era de ver entónces sus cuidados para atenderme! Con qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo, rodéabame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.

Siempre silenciosa acudia a todo, iba a la compra, encendia el fuego, preparaba el alimento. De noche a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara, ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocesita de ánjel:

—¿Me llamas, mamá, necesitas algo?

Rechazábala con suavidad, pero sin hablarla. No queria que el eco de mi voz delatase la emocion que me embargaba. I ahí, en la oscuridad de esas largas noches sin sueño, asaltábame tenaz i torcedor el remordimiento. El perjurio cometido, lo abominable de