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mi conducta, aparecíaseme en toda su horrenda desnudez. Mordia las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta, pedíala perdon i habia protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.

(La vendedora, sin cambiar de postura, oia sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo).

Mas la luz del alba-prosigue la enlutada-i la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita, pensaba! Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! I en vano trataba de resistir al estraño i misterioso poder que me impelia a esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos me horrorizaban.

Parecíame ver en su solicitud, en su sumision, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura. I su silencio, sus pasos callados, su resignacion para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelion, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendian de ira hasta la locura.

¡Cómo la odiaba entónces, Dios mio, cómo!

(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se ajigantaba i su tono adquirió lúgubres inflexiones).

—Fué a entradas de invierno. Empezó a toser.