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via, i la voz del remordimiento se alzó acusadora i terrible en lo mas hondo de la conciencia:

¡La maldicion de DIos, me gritaba, va a caer sobre tí!... la estás matando!... levántate i ábrele!... aun es tiempo!

Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenía en él, atormentada i delirante.

¡Qué horrible noche, Dios mío!

(Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos de silencio, i luego la voz mas cansada, mas doliente, prosiguió):

Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hácia la ventana i ví a traves de los cristales el cielo azul. La borrasca había pasado i el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza parecíame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, i no podía. De pronto la vista del jergon vacío, que estaba en el rincon del cuarto, despejó mi memoria i me reveló de un golpe lo sucedido.

Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta, i una idea horrible me perforó el cerebro, como un hierro candente.

I estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, mas bien me arrastré que anduve hácia la puerta; pero, cuando ponia la mano en cerrojo, un horror invencible me detuvo. De súbi-