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pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querian trabajar lo ménos posible para cerrarnos el camino. Entretando nuestros jefes no se contentaban solo con mirar. Estudiaban el modo de parar de golpe, i andaban para arriba i para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.

Acababa una mañana de llegar a1 pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:

—Sebastián ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?

—Veinte, señor, le contesté.

—Escoje de los veinte, me mandó, diez de los mejores i te vas con ellos al Alto de Lotilla. Alli estaré yo dentro de una hora.

Me fui abajo i escojí mis hombres, i ántes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros i de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.

Mientras los peones desmontaban i terraplenaban i los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrian el motor listo ya para funcionar. Todos metian una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambique i del Alberto. Allí estaba la flor i nata de toda la mina. Ninguno tenia ménos de veinte años ni pasaba de veinticinco.

De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el injeniero jefe. Todavía me parece verlo encara-