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principió con la misma furia de ántes. Bajamos ájiles i frescos i dos horas despues salíamos inconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua i en seguida a casa a dormir. Hubo tambien algunos accidentes. De improviso caia uno de bruces i ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices i los oidos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva i el trabajo seguia adelante de dia i de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.

Era imposible hacer mas, pero a los jefes todavía les parecía poco. Andaban con un julepe que se los comia. I no era para ménos, porque nosotros que ibamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hácia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacia ya un mes que trabajábamos cuando una mañana vinieron los injenieros a hacer una nueva medicion de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, median i volvian a medir i de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moriamos de curiosidad i deseábamos saber si habiamos ganado o perdido ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en que paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro i le pregunté: ¿Con que ya les tapamos la cancha? Me hizo un jesto para que callase i entonces puse yo tambien el oido en la pared.