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Mister Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos cruzadas sobre su grueso abdómen, dejando adivinar en la penumbra los recios contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo, cascadas i huecas.

— ¡Vamos! ¿qué esperan? ¡Qué despachen pronto!, esclamó el injeniero, dirijiéndose al capataz.

Este levantó la linterna a la altura de su cabeza i proyectó el haz luminoso sobre el grupo del cual se destacó un hombre que avanzó, gorra en mano, y se detuvo a tres pasos de distancia.

Bajo de estatura, de pecho hundido i puntiagudos hombros, su calva ennegrecida como su rostro sobre el que caian largos mechones de pelos grises, dábale un aspecto estrañamente risible i grotesco. Una ojeada significativa del capataz le dió ánimo i con