dad, donde fueron recibidos con mucha artillería que de propósito se les disparó al desembarcarse, de que se mostraron muy espantados y temerosos, y salidos á tierra, preguntaron al prisionero, si era aquella la isla que dijo á el rey, respondió que sí. Preguntáronle, que donde estaba el oro, respondió, que todo lo que en ella vían, era oro, y que él lo haría bueno á su rey. Hiciéronle otras preguntas, y siempre respondió lo mismo, y todo se escribía, en presencia de algunos capitanes Españoles que allí se hallaron, con naguatatos confidentes; y habiendo los Mandarines mandado tomar una espuerta de tierra del suelo, para llevarla al rey de China, habiendo comido, y descansado, se volvieron el mismo día á Manila con el prisionero. Dijeron los naguatatos, que este prisionero había dicho, habiéndole apretado mucho los Mandarines, para que respondiese á proposito á lo que le preguntaban, que la que él había querido decir al rey de China, era, que en poder de los Naturales y Españoles de Manila había mucho oro y riquezas, y que si le daba una armada con gente, él le ofrecía, como hombre que había estado en Luzon, y conocía la tierra, á tomarla, y llevar cargados los navíos de oro y riquezas; que esto, junto con lo que primero algunos Chinas habían dicho, parecía mucho, en especial á don fray Miguel de Benavides, electo Arzobispo de Manila (y que sabía la lengua), que llevaba mas camino que lo que los Mandarines habían significado. Con esto el Arzobispo y otros religiosos apercibían á el gobernador, y á la ciudad pública y secretamente, mirasen por su defensa, porque tenían por cierta la venida del armada de China (sobre ella) con brevedad. El gobernador despachó luego los Mandarines, y los embarcó en su navío con su prisionero, habiéndoles dado algunas piezas de plata, y otras cosas con que fueron contentos, y aunque por el parecer de los mas de la ciudad, se tenía por cosa muy contraria á razon, la venida de Chinas sobre la tierra, se co-
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