Página:Sucesos de las islas Filipinas por el doctor Antonio de Morga (edición de José Rizal).djvu/360

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pompa, ni acompañamientos, si solo de los de su casa[1], donde despues de llorado el difunto, todo se convirtía

  1. Había algo más, sin embargo. Había plañideras que hacían panegíricos del difunto al estilo de los que hoy se hacen. «Al son de esta triste música lavaban el cuerpo, zahumábanle con estoraque ó menjuí y otros zahumerios de gomas de árboles, que se hallan en todos estos montes. Hecho esto, le amortajaban, envolviéndole en más o menos ropa, conforme á la calidad del muerto. Los más poderosos le ungían y embalsamaban, al uso de los Hebreos, con licores aromáticos, que preservan de corrupción, particularmente el que se hace del ligno Aloes, que llaman palo de Águila, muy recibido y usado en toda esta India extra Gangem. También usaban para esto del zumo de la yerba del buyo… Deste zumo le echaban cantidad por la boca, de modo que penetrase á lo interior. La sepultura de los pobres era el hoyo del suelo de su propia casa. Á los ricos y poderosos, después de haberlos tenido tres días llorando, les metían en una caja ó ataúd de madera incorruptible, adornados de ricas preseas, y con laminillas de oro en la boca y sobre los ojos. La caja del ataúd toda de una pieza… y la tapadera tan ajustada que no le pudiese entrar ningún aire. Y con estas diligencias se han hallado al cabo de muchos años muchos cuerpos incorruptos. Estos ataúdes se ponían en uno de tres lugares, conforme á la inclinación y disposición del difunto, ó en alto de la casa entre las alhajas… ó en los bajos della, levantados del suelo, ó en el mismo suelo, abierto un hoyo y cercado alrededor de barandillas, sin cubrir el ataúd de tierra. Junto á él solían poner otra caja, llena de la mejor ropa del difunto, y á sus tiempos les ponían de comer varias viandas en platos. Al lado de los hombres ponían sus armas, y al de las mujeres sus telares ó otros instrumentos de su labor.» (Colin, pág.67.)
    Pigafetta que vino á Sebú ochenta años antes, describe los funerales que presenció, casi de la misma manera. Habla además del luto de los Bisayas que era blanco, del corte de los cabellos del difunto, llevado á cabo por una mujer, alternando con las lamentaciones de la esposa, abrazada al cuerpo del marido. Los modernos descubrimientos de sepulcros y urnas funerarias (Alfred Marche, Luçon et Palaouan, París 1887) confirman la exactitud de estas descripciones. No obstante, no siempre se enterraban en sus casas ó cerca de ellas; á veces la tumba era á orillas del mar, sobre una roca, ó dentro de una casa allí construída; ni el ataúd se hacía siempre de la manera que cuentan; á veces embarcaciones enteras servían de caja, principalmente para los que en vida fueron grandes marinos ó eran amigos de navegar.
    Cuando morían de muerte natural, ó conocían que se acercaba su fin, preparábanse á este trance con una tranquilidad y una satisfacción tales, que solamente podía sugerir el convencimiento que tenían de que iban á reunirse con sus Anitos. Los ancianos, sobre todo, morían con esta convicción, seguros de ir al cielo. «Y generalmente, dice Colin, cualquiera que podía salir con ello, atribuía divinidad á su padre viejo cuando moría.» En esto no vemos nada censurable, contra el parecer del jesuíta; es menos reprensible esta piedad filial de venerar la memoria de sus progenitores, que el fanatismo monacal de hacer santos á todos sus cofrades, aprovechándose de las más ridículas invenciones, y agarrándose por decirlo así, hasta á las bar-