Antes de continuar, digamos lo que en muchos pueblos del Perú se conocía por despenador. Era el de éste un oficio como otro cualquiera y ejercíase con muy buenos emolumentos en esta forma: Cuando el curandero del lugar desahuciaba á un enfermo y estaba éste aparejado para el viaje, los parientes, deseando evitarle una larga y dolorosa agonía, llamaban al despenador de la comarca. Era el sujeto, por lo general, un indio de foo y siniestro aspecto, que habitaba casi siempre en el monte ó en alguna cueva de los cerros. Recibía previamente dos ó cuatro pesos, según los teneres del moribundo; sentábase sobre el lecho de éste, cogíale la cabeza, é introduciéndole la uña, que traía descomunalmente crecida, en la hoya del pescuezo, lo estrangulaba y libraba de penas en menos de un periquete.
Á Dios gracias, hace cincuenta años que murió en Huacho el último despenador, y el oficio se ha perdido para siempre.
Sigamos con la tradición.
El muerto, que no quería compartir su lecho con alma viviente, cogió uno de los candelabros que sustentaban los cirios y lo lanzó sobre el hermano Juan, con tan buen acierto que lo privó de sentido.
Al estrépito despertó el sacerdote, acudió la familia, y ballaron que el difunto había vuelto á su condición de cadáver, y junto á él, poco menos que descalabrado, yacía el lego agustino.
Aquí comenta y concluye el padre Vázquez citando la autoridad del padre Farfán de Rivadeneira, que también escribió sobre el suceso un libro que se ha perdido: «Dios determinó este golpe, no para ruina, sino para corrección de aquella alma soberbia é iracunda engañada por Satanás. Restituído el hermano á su claustro, tornóse cordero manso el antes furioso león.» Agrega la tradición que Juan Sin—Miedo cambió este nombre por el de Juan del Susto; y si no miente, que mentir no puede, el ilustre cronista pare Vázquez, definidor del convento, lector de la Universidad pontifcia, regente mayor, visitador de libros y librerías y fraile, en fin, de más campanillas que mula madrina, alcanzó nuestro lego á morir en olor de santidad, que tengo para mí ha de ser algo así como olor á rosas y verbena inglesa.