pleitear y pleitear, y embromar y ganar tiempo, para ver qué es lo que Dios hace en favor nuestro.
Fué el caso que un acaudalado español dejó por cláusula testamentaria una valiosa hacienda á los padres paulinos, sin más obligación para éstos que celebrar una inisa, á la una del día, en sufragio de su alma; mas si por casualidad, descuido ó muliciu dejasen de cumplir una sola vez con el compromiso, pasaría la hacienda á ser propiedad de la archicofradía de Nuestra Señora de la O, bajo el patronato de los hijos de Loyola.
Con cebo tal vivían los jesuitas espiando constantemente á sus antagonistas. Tres de aquellos concurrian diariamente á la misa de una; y los paulinos, por la conveniencia que les traía el puntual cumplimiento de la obligación, andaban siempre al pespunte. La misa de una en su iglesia era cosa más segura que la salida del sol.
Aconteció que entre el superior ó general de los paulinos y el fraile designado por riguroso turno semanal para celebrar la consabida misa, hubo una nocho la de Dios es Cristo por no sé qué quisquilla fútil; que se apercibioron de ella los jesuítas, y azuzaron al reverendo para que se vengase del general haciéndole una que le llegaso al tuetanillo del alma. Y el fraile, que era un calvatrueno y de poco meollo, se dejó seducir, fijándose más en el berrinche que iba á ocasionar á su superior que en el perjuicio á los intereses del convento.
Aquella mañana fueron de visita á la hora del desayuno tres jesuítas; y el general, llenando fórmulas de estricta cortesía, no tuvo inconveniente para invitarlos á almorzar. Pasaron al refectorio, y allí encontraron ocupando sus asientos á todos los frailes, excepto el destinado para celebrar la misa de una. Apuraban ya la jícara de chocolate cuando se presentó el ausente, y poniéndose de rodillas delante del superior dijo: —Perione su reverencia, y nombre, por hoy, padre que me reemplace.
Atacome un vahido en la calle, auxiliáronme en una casa, vino el físico, declaró que era debilidad mi dolencia, me prescribió que almorzase....
—¡l'ero su paternidad no lo obe lecería...—interrurupió el general guiñándole un ojo, como para llamarle la atención sobre los tres comensales.
—Desgraciadamente. reverendo padre, la dueña de la casa se apareció como enviada por el diablo, con unas magras tan delicadas, y unos pastelillos que parecían hechos por manos de ángel, y unos chicharroncitos tan suculentos, y unas oleosas verdinegras de Moquegua, y un tamalito se rrano, y un sevichito de pescado chilcano con naranja agria, y una tortillita de camarones con rabanito y cebolla, y.....
—Acabe, padre, acabe.
—Sucumbí á la tentación, y almorcé como un canónigo en casa ajena.
Después de tan terminante confesión, la comunidad entera prorrum-