tratiempos, duró nueve meses, y á pesar de sus precauciones, se encontró al pisar tierra con que sólo tres de las estacas podían aprovecharse, pues las demás no servían sino para avivar una hoguera.
Dióse á cultivarlas con grande ahinco, cuidándolas más que á sus talegas de duros; y eso que su reputación de avaro era piramidal. Y para que ni un instante escapasen á su vigilancia, plantó las tres estacas en un jardinillo bien murado y resguardado por dos negros colosales y una jauría de perros bravos.
Pero fiese usted en murallas como las de Pekín, en gigantes como Polifemo y en canes como el Cervero, y estará más fresco que una horchata de chufas. Las dichosas estacas tenían más enamorados que muchacha bonita, y ya se sabe que para hombres que se apasionan del bien ajeno, sea hija de Eva ó cosa que valga la pena, no hay obstáculo exento de atropello.
Una mañana levantóse D. Antonio con el alba. No había podido cerrar los párpados en toda la santa noche. Tenía la corazonada, el presentimiento de una gran desgracia Después de santiguarse, y en chanclas y envuelto en el capote, se dirigió al jardinillo; y el corazón le dió tan gran vuelco que casi se le escapa por la boca junto con el taco redondo que lanzó.
—Canario! ¡Me han robado!
Y cayó al suelo presa de un accidente.
En efecto, había desaparecido una de las tres estacas.
Aquel día Ribera derrengó á palos á media jauría de perros y el látigo anduvo bobo entre los pobres esclavos, que á su merced se le había subido la cólera al campanario.
Cansado de castigos y de pesquisas y viendo que sus afanes no daban fruto, se acercó al arzobispo, que era muy su amigo, y lo informó de su gran desventura, al lado de la cual los trabajos de Job eran can—can y zanguaraña Pues no es cuento, lectores míos, sino muy auténtico lo que sucedió, y así se lo dirá á ustedes el primer cronista que hojeen.
Aquel día las campanas clamorearon como nunca; y por fin, después de otras imponentes ceremonias de rito, el ilustrísimo señor arzobispo fulminó excomunión mayor contra el ladrón de la estaca.
Pero ni por esas.
El ladrón sería algún descreído ó esprit fort, de esos que pululan en este siglo del gas y del vapor, pensará el lector.
Pues se lleva un chasco de marca.
En aquellos tiempos una excomunión pesaba muchas toneladas en la conciencia.