III
Tres años transcurrieron y la estaca no parecía.
Verdad es que ni pizca de falta le hacía á Ribera, quien tuvo la fortuna de ver multiplicados los dos olivos que le dejara el ladrón y disponía ya de estacas para vender y regalar. Presumo que los famosos olivares de Camans, tierra clásica por sus aceitunas y por otras cosas que prudentemente me callo, pues no quiero andar al rodapelo con los camanejos, tuvieron por fundador un retoño de la Huerta perdida.
Un día presentóse al arzobispo, con cartas de recomendación, un caballerro recién llegado en un navío que con procedencia de Valparaíso había dado fondo en el Callao; y bajo secreto de confesión le reveló que él era el ladrón de la celebérrima estaca, la cual había llevado con gran cautela á su hacienda de Chile, y que, no embargante la excomunión, la estaca se había aclimatado y convertidose en un famoso olivar.
Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, no me creo autorizado para poner en letras de imprenta el nombre del pocador, tronco de una muy respetable y acaudalada familia de la república vecina.
Todo lo que puedo decirte, lector, es que el comején de la excomunión trafa en constante angustia á nuestro hombre. El arzobispo convino en levantársela, pero imponiéndole la penitencia de restituir la estaca con el mismo misterio con que se la había llevado.
¿Cómo se las compuso el excomulgado? No sabré decir más sino que una mañana al visitar D. Antonio su jardinillo se encontró con la viajera, y al pie de ella un talego de á mil duros con un billete sin firma, en que se le pedía cristianamente un perdón que él acordó, con tanta mejor voluntad cuanto que le caían de las nubes muy relucientes monedas.
El hospital de Santa Ana, cuya fábrica emprendía entonces el arzobispo de Loayza, recibió también una limosna de dos mil pesos, sin que nadie, á excepción del ilustrisimo, supiera el nombre del caritativo.
Lo positivo es que quien ganó con creces en el negocio fué D. Autonio de Ribera.
En Sevilla la estaca le había costado media peseta
IV
A la muerte del comendador D. Antonio de Ribera, del hábito de Santiago, su viuda, doña Inés Muñoz, fundó en 1373 el monasterio de la Concepción, tomando en él el velo do monja y donán lole su inmensa fortuna.