muchos cristianos que, después de masticar la primera y segunda aceituna, no se atrevían con la última, que eso habría equivalido á suicidarse á sabiendas. «Si la tercera mata, dejémosla estar en el platillo y que la coma su abuela. » Andando los tiempos vinieron los de ño Cerezo, el aceitunero del Puente, un vejestorio que á los setenta años de edad dió pie para que le sacasen esta ingeniosa y epigramática redondilla: «Dicen por ahí que Cerezo tiene enciuta á su mujer.
Digo que no puede ser, porque no puede ser eso.» Como iba diciendo, en los tiempos de Cerezo era la aceituna inseparable compañera de la copa de aguardiente; y todo buen peruano hacía ascos á la cerveza, que para amarguras bastábanle las propias. De ahí la frase que se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar las once (hoy se dice lunch, en gringo): «Señores, vamos á remojar una aceitunita.» Y por qué—preguntará alguno—llamaban los antiguos las once al acto de echar después del mediodía un remiendo al estómago? ¿Por qué?
Once las letras son del aguardiente.
Ya lo sabe el curioso impertinente.
Gracias a Dios que hoy nadie nos ofrece ración tasada y que hogaño nos atracamos de aceitunas sin que nos asusten frases. ¡Lo que va de tiempo á tiempo!
Hoy también se dice: aceituna, una; mas si es buena, una docena.