donde encontró en la ilustre doña Teresa de Castro, esposa del virrey marqués de Cañete, la más decidida protección. Merced á ella y á sus influencias en la corte, vino una real cédula de Felipe
II,
dando á D. Gabriel por bueno y honrado y declarando, aindamáis, que en su derecho estuvo, como hidalgo y bien nacido, al dar muerte á su ofensor.
ESQUIVE VIVIR EN QUIVE
Á poco más de quince leguas de Lima, vense las ruinas de una población que en otro tiempo debió ser habitada por tres ó cuatro mil almas, á juzgar por los vostigios que de ella quedan.
Hoy no puede ni llamarse aldehuela, pues en ella sólo viven dos familias de indios al cuidado de un tambo ó ventorrillo y de la posta para el servicio de los viajeros que se dirigen al Cerro de Pasco.
Amigo, esquive vivir en Quive era un refrancillo popularizado, hasta principios de este siglo, entre los habitantes de la rica provincia de Canta. Y como todo refrán tiene su porqué, ahí va, lector, lo que he podido sacar en claro sobre el que sirve de título á esta tradicioncita: Por los años de 1597 habitaba en Quive D. Gaspar Flores, natural de Puerto Rico y ex alabardero de la guardia del virrey, administrador de una boyante mina del distrito de Araguay, mina que producia metales de plata cuyo beneficio dejaba al dueño doscientos marcos por cajón.
Acompañaban al administrador su esposa doña María Oliva y una niña de once años, hija de ambos, llamada Isabel, predestinada por Dios para orgullo y ornamento de la América, que la venera en los altares bajo el nombre de Santa Rosa de Lima.
Como sus vecinos de Huarochirí, los canteños fueron rebeldes para someterse al yugo de la dominación española, dando no poco que hacer á D Francisco Pizarro; y como aquéllos, se mostraron también harto rehacios para aceptar la nueva religión.
En 1597 etnprendió Santo Toribio la segunda visita de la diócesis, y detúvose una mañana en Quive para adininistrar á los fieles el sacramento de la confirmación. El párroco, que era un fraile de la Merced, habló al digno prelado de la ninguna devoción de sus feligreses, de lo mucho que trabajaba para apartarlos de la idolatría y de que, á pesar de sus exbortaciones, ruegos y amenazas, escaso fruto obtenía. Affigióse el arzobis-