Un hombre tan avisado como el de Esquilache no necesitaba de más para comprender que se le había tendido una colada y que estaba en una casa que probablemente era por esa noche el cuartel general de los vicuñas, de cuya animosidad contra su persona tenía ya algunos barruntos.
Llegó el momento do dirigirse al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres ó cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. Al sentarse á la mesa cogió el virrey una garrafa de cristal de Venecia que contenía un delicioso Málaga, y dijo: —Siento, doña Leonor, no honrar tan excelento Málaga, porque tengo becho voto de no beber otro vino que un soberbio pajarete, producto de mis viñas en España.
—Por mí no se prive el señor virrey de satisfacer su gusto. Fácil es enviar uno de mis eriados donde el mayordomo de vuecencia.
—Adivina vuesa merced, mi gentil amiga, el propósito que tongo.
Y volviéndose á un criado le dijo: —Mira, tunante. Llégate á palacio, pregunta por mi paje Jeromillo, dale esta llavecita y dile que me traiga las dos botellas de pajarete que encontrará en la alacena de mi dormitorio. No olvides el recado y guárdate esa onza para pan de dulce.
El criado salió, prosiguiendo el de Esquilache con aire festivo: —Tan exquisito es mi vino, que tengo que encerrarlo en mi propio cuarto; pues el bellaco de mi secretario Estúñiga tiene, en lo de catar, propensión de mosquito, é inclinación á escribano en no dejar botella de la que no se empeñe en dar fe. Y ello ha de acabar en que me amosque un día y le rebane las orejas para escarmiento de borrachos.
El virrey fiaba su salvación á la vivacidad de Jeroinillo y no desmayaba en locuscidad y galantería. «Para librarse de lazos, antes cabeza que brazos, dice el refrán.
Cuando Joromillo, que no era ningún necio de encapillar, recibió el recado, no necesitó de más apuntes para sacar en limpio que el príncipe de Esquilache corría grave peligro. La alacena del dormitorio no encerraba más que dos pistoletes con incrustaciones de oro, verdadera alhaja regia que Felipe
III
había regalado á D. Francisco el día en que éste se despidiera del monarca para venir á América.
El paje hizo arrestar al criado de doña Leonor, y por algunas palabras que se le escaparon al fámulo en medio de la sorpresa, acabó Jeromillo de persuadirse que era urgente volar en socorro de su excelencia.
Por fortuna, la casa de la aventura sólo distaba una cuadra del palacio; y pocos minutos después el capitán de la escolta con un piquete de alabarderos sorprendía á seis de los vicuñas, conjurados para matar al