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Página:Tradiciones peruanas - Tomo II (1894).pdf/50

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Tradiciones peruanas

co toral, la bóveda subterránea, los relieves de la media naranja y naves laterales, las capillas, el estanque donde se bañaba San Francisco Solano, el jardín, las diez y seis fuentes, la enfermería, todo, en fin, llama la atención del viajero. El mismo cronista dice, hablando del primer claustro: «Cuanto escribiéramos sobre el imponderable mérito de sus techos sería insuficiente para encomiar la mano que los talló: cada ángulo es de diferente labor, y el conjunto del molduraje y de sus ensambladuras tan magníficamente trabajadas, no sólo manifiestan la habilidad de los operarios, sino que también dan una idea de la opulencia de aquella época » Pero hijos legítimos de España, no sabemos conservar, sino destruir.Hoy los famosos techos del claustro son pasto de la polilla. ¡Nuestra incu ria es fatal: Los lienzos, obra de notables pintores del viejo mundo y en los que el convento poseía un tesoro, han desaparecido. Parece que sólo queda en Lima el cuadro de la comunión de San Jerónimo, original del Dominiquino, y que es uno de los que forman la rica galería de pinturas del Sr. Ortiz de Zeballos.

Entretanto, lectores míos, ¿cuánto piensan ustedes que cuesta á los frailes la madera empleada en ese techo espléndido? Un pocillo de choco late.... Y no se rían ustedes, que la tradición es auténtica.

Diz que existía en Lima un acaudalado comerciante español, llamado Juan Jiménez Menacho, con el cual ajustaron los padres un contrato para que los proveyese de madera para la fábrica. Corrieron días, meses y años sin que, por mucho que el acreedor cobrase, pudiesen pagarle con otra cosa que con palabras de buena crianza, moneda que no sabemos haya nunca tenido curso en plaza.

Llegó así el año de 1638. Jiménez Menacho, convaleciente por entonces de una grave enfermedad, fué invitado por el guardián para asistir á la fiesta del Patriarca. Terminada ésta, fué cuestión de pasar al refectorio, donde estaba preparado un monacal refrigerio, al que hizo honores nada menos que su excelencia D. Pedro de Toledo y Leyva, marqués de Mancera y décimoquinto virrey de estos reinos por su majestad D. Felipe IV.

Jiménez Menacho, cuyo estómago se hallaba delicado, no pudo aceptar más que una taza de chocolate. Vino el momento de abandonar la mesa, y el comerciante, á quien los frailes habían colmado de atenciones y agasajos, dijo inclinándose hacia el guardián: —Nunca bebí mejor soconusco, y ya sabe su reverencia que soy conocedor.

—Que se torne en salud para el alma y para el cuerpo, hermano.

—Que ha de aprovechar al alma no lo dudo, porque es chocolate bendito y con goce de indulgencia. En lo que atañe al cuerpo, créame su pa-