bía tenido un desafio. Referíase de él que, soldado en los tercios de Chile, había desertado de la guarnición y pasado al Tucumán, Potosí y Cuzco, de cuyos lugares lo obligara también á salir lo pendenciero de su carácter. Oriundo de San Sebastián de Guipúzcoa, tenía el genio duro como el hierro de las montañas vascongadas y tan endiablados los puños como el alma. Fama es que los diestros matones y espadachines de su tiempo no alcanzaban á parar una estocada que él había inventado y á la que llamaba, aludiendo á su siniestro éxito, el golpe sin misericordia.
Después de contemplar por algunos momentos la agitación con que sus compañeros de vicio seguían el giro de los dados, arrojó sobre la mesa una bien provista bolsa de cuero, diciendo: —Roñoso juego hacen vuesas mercedes y más parecen judíos tacaños que hijosdalgo y mineros. Ahí está mi bolsa para el que se arriesgue á ganármela á punto menor.
—Rumboso viene D. Antonio—contestó Mendo Jiménez—y ¡por los cuernos del diablo! que tengo de aceptar el reto.
—¡A ello, y tiro!—repuso el alférez haciendo rodar los dados—¡Ases!
Ni Cristo, con ser quien fué, podría echarme punto menor. He ganado.
—Mala higa para vos! Esperad, seor alférez, que tal puede ser la suerte que os iguale.
—Idos con esa esperanza al físico de Orgaz que cataba el pulso en el hombro.
—Nada aventuro con tirar los dados á topatolondro, que de corsario á corsario no se arriesgan sino los barriles, —Tire, pues, vuesa merced, que en salvo está el que repica.
Y Mendo Jiménez agitó el cubilete y soltó los dados. Todos se quedaron maravillados. Mendo Jiménez resultaba ganancioso.
Un dado había caído sobre el otro, cubriéndolo perfectamente, dejando ver en su superficie un solo as.
El alférez protestó contra el fallo unánime de los jugadores; á la protesta siguieron los votos; á ellos lo de llamarse fulleros y mal nacidos; y agotados los denuestos, desenvainó D. Antonio la espada y despabiló con ella al candil que estaba pendiente del techo. En completa tiniebla se armó entonces el más infernal zipizape. Cintarazo va, puñalada viene, al grito de «Dios me asista!» uno de los jugadores cayó redondo, y los demás se echaron en tropel á la calle.
El matador huía á buen paso; pero al doblar una esquina dió con la ronda, y el alcalde lo detuvo con la sacramental y obligada frase: Por el rey, ¡dése preso!
—No en mis días, seor corchete, mientras me ampare el esfuerzo de mi brazo.