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Página:Tradiciones peruanas - Tomo II (1894).pdf/55

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Ricardo Palma

Y aquel furioso arremetió sobre los alguaciles, y acaso habría dado al diablo cuenta de muchos de ellos, si uno más listo y avisado que sus compinches no hubiese echado la zancadilla al alférez, quien vino cuan largo era á medir con su cuerpo el santo suelo.

Cayeron sobre él los de la ronda, y atado codo con codo lo condujeron á la cárcel.

No era esta la primera pendencia de nuestro alférez por cuestión de juego. Una tuvo en que milagrosamente salvó el pescuezo. Jugando en un pueblo del Cuzco con un portugués que paraba largo, puso éste una mano de á onza de oro cada pinta. D. Antonio echó diez y seis suertes seguidas, y el perdidoso, dándose una palmada en la frente, exclamó: —Válgame la encarnación del diablo! ¡Envido!

—¿Qué envida?

Envido un cuerno—dijo el portugués golpeando el tapete con una moneda de oro.

—Quiero y reviro el otro que le queda—contestó el alférez.

La respuesta del portugués, que era casado, fué sacar á lucir la tizona.

D. Antonio no era manco, y á poco batallar dejó sin vida á su adversario.

Llegó la justicia y condujo al mnatador á la cárcel Siguióse causa y se le sentenció á muerte. Habíale ya el verdugo puesto el boletín, que es el cordel delgado con que ahorcan, cuando llegó un posta trayendo el indulto acordado por la Audiencia del Guzco.

II

El juicio fué ejecutivo y ocasionó poco gasto de papel. A los tres meses, día por día, llegó la hora en que el pueblo se rebullese alrededor de una empinada horca en la plaza de Guamanga.

Todas las pasadas fechorías de D. Antonio se habían aglomerado en el proceso. El alférez nada negaba y á toda acusación contestaba: «Amén, y si me han de desencuadernar el pescuezo por una, que me lo tuerzan por diez lo mismo da, ni gano ni pierdo.» Para él la cuestión número era parvidad de materia.

El sacerdote había entrado en la capilla y confesado al reo; pero al darle la comunión, éste le arrebató la Hostia y partió á correr gritando: —¡Á iglesia me llamo! ¡Á iglesia me llamo!

¿Quién podía atreverse á detener al que llevaba entre sus manos, enseñándola á la muchedumbre, la divina Forma? «Si el alférez había cometido un sacrilegio, pensaba el religioso pueblo, ¿no lo sería también hacer armas sobre quien traía consigo el pan eucarístico?» Ese hombre era, pues, sagrado. Se llamaba á iglesia.

Tomo II