Como era de práctica en los dominios del rey de España, cuando se iba á ajusticiar un delincuente todos los templos permanecían abiertos y las campanas tañían rogativas.
D. Antonio, seguido del pueblo, tomó asilo en el templo de Santa Clara, y arrodillándose ante el altar mayor depositó en él la divina Forma.
La justicia humana no alcanzaba entonces á los que se acogían al sagrado del templo. El alférez estaba salvo.
Noticioso el obispo D. fray Agustín de Carvajal, agustino, de lo que acontecía, se dirigió á Santa Clara, resuelto á llenar el precepto que los cánones imponían para con reos de sacrilegio tal como el de D. Antonio.
—La pena canónica era raparle la mano y pasarla por el fuego.
Cierto es que hacía muy pocos años que la Inquisición se había establecido en Lima, y que ella podía reclamar al criminal. La extradición, que no era lícita á los tribunales civiles, era una prerrogativa del tribunal de la fe. Pero los inquisidores estaban por entonces harto ocupados con la organización del Santo Oficio en estos reinos, y mal podían pensar en luchas de jurisdicción con el obispo de Guamanga.
D. Antonio pidió á su ilustrísima que le oyese en confesión. Larga fué ésta; pero al fin, con general asonibro, se vió al obispo tomar de la mano al criminal, llevarlo á la portería del monasterio, y luego, tras breve y secreta plática con la abadesa, hacerlo entrar al convento, cerrando las puertas tras él.
Esto equivalía á guardar el lobo en el redil de las ovejas.
El escándalo tomaba de día en día mayores creces en el católico pue blo, y los ficles llegaron á murmurar acerca de la sanidad del cerebro de su pastor, Mas el buen obispo sonreía devotamente cuando sus familiares hacían llegar á sus oídos las hablillas del pueblo, Y así transcurrieron dos meses hasta que llegó de Lima un enviado del virroy con pliegos reservados para el obispo. Este tuvo una entrevista con el alférez; y al día siguiente, con buena escolta, partió D. Antonio para la capital del virreinato.
En Lima se le detuvo por tres semanas preso entre las monjas bernardas de la Trinidad, y en el primer galcón que zarpó para España marchó el camorrista alférez bajo partida de registro.
III
Entonces se hizo notorio que el alférez D. Antonio de Erauzo era una mujer, á la que sus padres dieron el nombre de Catalina Erauzo y la historia llama la monja alférez. Doña Catalina había tomado el hábito de novicia, y estando para profesar huyó del convento, vino á América, sen-