veinte mulas á Cantumarca, pueblecito próximo, donde la tierra produce un gramalote que sirve de alimento á los rumiantes.
Una mañana levantóse el arriero con el alba y fué á Cantumarca en busca de sus animales; pero no encontró ni huellas, Echose á tomar lenguas y sacó en limpio la desconsoladora certidumbre de que su hacienda había pasado á otro dueño.
Afligidísimo regresó el arruinado arriero á Potosí, y pasando por la iglesia de San Lorenzo, sintió en su espíritu la necesidad de buscar consuelo en la oración. Tan cierto es que los hombres, aun los más descreídos, nos acordamos de Dios y elevamos á él preces fervorosas cuando una desventura grande ó pequeña nos hace probar su acibar, El mestizo, después de rezar y pedir al apóstol Santiago que hiciese en su obsequio un milagrito de esos que el santo á quien tantos atribuían hacía entonces por debajo de la pierna, levantóse y se dispuso á salir del templo. Al pasar junto al cepillo de las ánimas metió mano al bolsillo y sacó un peso macuquino, único caudal que le quedaba; pero al ir á depositar su ofrenda ocurrióle más piadoso pensamiento.
—¡No! Mejor será que mi última blanca se la dé de limosna al primer pobre que encuentre en las gradas de San Lorenzo. Perdonen las ánimas benditas, que sus mercedes no necesitan pan.
Las gradas de San Lorenzo en Potosí, como las gradas de la catedral de Lima, desde Pizarro hasta el pasado siglo eran el sitio donde de preferencia afluían los mendigos, los galanes y demás gente desocupada. Las gradas eran el mentidero público y la sastrería donde se cortaban sayos, se zurcían voluntades y se deshilvanaban honras.
Aquella mañana el sol tenía pereza para dorar los tejados de la villa, y entre si salgo ó no salgo andábase remolón y rebujado entre nubes. Las gradas de San Lorenzo estaban desiertas, y sólo se paseaba en ellas un viejecito enclenque, envuelto en una capa, vieja como él, pero sin manchas ni remiendos, y cubierta la cabeza con el tradicional sombrero de vicuña.
Nuestro arriero pensó: «¡Cuánta será la gazuza de ese pobre cuando, con el frío que hace, ha madrugado en busca de una alma caritativa!
Y acercándose al viejecito le puso en la mano el macuquino, diciéndole: —Tome, hermano, y remédiese, y en sus oraciones pidale al santo pntrón que me haga un milagro.
—Dios se lo pague, hermano—contestó sonriéndose el mendigo,—y cuente que si el milagro es hacedero se lo hará Santiago, y con creces, en premio de su caridad y do su fo —Dios lo oiga, hermano—murmuró el arriero, y atravesando la plaza siguió calle adelante.
Tres días pasaron, y notorio era ya en Potosí que unos picaros ladroTomo II