dama constituían el código de la hon ra. ¡Qué atraso y qué tontuna de gente! Hoy armamos un lance con el lucero del alba sobre la propiedad de una piruota del can—can, y aunque la sangre no llega al río, convengamos en que esto es saber apreciar la negra honrilla, y que lo de nuestros abuelos era burbujas y chiribitas.
Por entonces estaba aún en el limbo y no se conocía en este cacho de mundo el respetable gremio que hoy se llama de las madres jóvenes, asociación compuesta de muy talluditas jamonas, constituídas en confidentes de las coqueterías y picardihuelas de sus hijas, y que por cuenta propia saben también dar un cuarto de escándalo al pregonero.
Antiguamente, es decir, antes de la independencia, una madre era lo que había que ser. ¿Sacaba una hija los pies del plato? Tijera con ella y pelo abajo, que los hombres no gustan de motilonas. ¿Se quedaba dormida en el interminable rosario? Sin disputa, la niña debía tener la cabeza llena de pensamientos mundanos, y para hacerla entrar en vereda la cncerraban en el cuarto obscuro hasta que, obtenida licencia del provisor, iba á un monasterio, donde la enseñaban á hacer pastillas de briscado, niños de cera, mazapán, confitados y tortitas. Además, por justos ó verenjustos, el palo de la escoba andaba bobo, y había cada pellizco ó mojicón, que no un cardenal, sino un conclave de cardenales formaba en los delicados cuerpos de las muchachas. Una madre no tenía más rey ni roque que su soberana voluntad. ¡Aquella si era autocracia, y no la del czar de Rusia! En Dios y en mi ánima, bellas lectoras, que hay por qué felicitaros de no haber alcanzado la época del faldellín. Ahora, bajo el imperio de la crinolina y otros postizos, cuando la hija habla tú por tú á los que la dieron el ser, una madre tiene que hilar muy delgado, y á nadie se asusta con antiguallas. ¡Bonito genio gastamos en el siglo
XIX,
para que os vengan con rapaduras, encierros y coscorrones!
II
Era, á mediados del pasado siglo, la noche de la vorbena de San Juan.
Como costumbre española, se había introducido entre nosotros la de que toda niña de más de quince abriles encendiese aquella noche un cirio ante la imagen del precursor de Cristo. Al sonar las doce, las muchachas asomábanse presurosas á los balcones y ventanas, y eran agradablemente sorprendidas por los galanes que, al son de una bandurria ó vihuela, can taban amorosas endechas y quejumbrosos yaravies. Ellas creían que el cantor había caído como llovido del ciclo, y harto cristianas eran para darle calabazas.
Hacía dos meses que doña Angustias Ambulodegui de Iturriberrigo-